Estos días terribles, inciertos, extraños, andaba irritada y no conseguía dar con el por qué, me irritaban especialmente las campañas edulcoradas de gente bienintencionada diciendo “quédate en casa”, a nivel racional entendía el mensaje, pero dentro de mi se daba una reacción de rechazo muy instintiva que no entendía.
Yo estoy relativamente bien en mi casa de Londres con mi marido y mis hijos, pero hoy he entendido que hay otra casa de la que yo aún quiero salir, la que a mi se me quedó dentro. Y creo que es por lo que esa frase, junto con el hecho de que los niños en España no puedan salir, lo que a mi tanto me crispa.
Porque la casa de la que yo aún no he podido salir a mis 45 años es la casa de mi infancia, en ella aún vivo atrapada con el miedo a mi padre, rodeada de paredes que han condensado una tensión de años, que aún me sobresalta en algunas situaciones, y por lo que aún tiemblo al pensar en él y por la que ahora me cuesta ver lo que escribo entre mis lágrimas.
Aún no puedo escuchar partidos de fútbol sin estresarme, una ducha sin agua caliente me puede destrozar el día y el que alguien me grite o se enfade conmigo me produce dolor de estomago, frío, temblores y sudoración y me deja durante el día con sensación de ser una mala persona o haber hecho algo terrible o ser culpable de todos los crímenes de la humanidad.
Es también lo que hace que me sienta imbécil y fea. He aprendido a vivir en esa casa o quizá a vivir con la casa dentro, a poder escribir para contar que a mi padre le bastaba con un puntapié que ni me tocaba o un grito para que yo me meara encima.
He aprendido que mis relaciones afectivas pasan por un filtro distorsionado. Que tengo problemas para sentir el cariño, amor o respeto de otros porque o no me lo creo o simplemente creo que no lo merezco.
He aprendido a distinguir en mi historia quienes me hicieron daño y quienes me quisieron o incluso salvaron, a entender por qué acepté y asumí tantos maltratos posteriores.
En aquella casa de la que aún no puedo escapar lloré y recé porque mi madre volviera, odié el privilegio de ser la favorita, odie todo lo que otros llamaban hogar, y no sé qué hubiese sido de mi sin haber podido salir de allí, aunque fuera un minuto y aún sabiendo que tenía que volver, porque hay casas que viven dentro de una y no al revés. Pero por aquella niña que fui y que aún sigue asustada, me gustaría pedir que se tenga en cuenta que la salud de muchos niños y mujeres está en peligro cuando se les dice que se queden en casa.
He aprendido que mis relaciones afectivas pasan por un filtro distorsionado. Que tengo problemas para sentir el cariño, amor o respeto de otros porque o no me lo creo o simplemente creo que no lo merezco.
He aprendido a distinguir en mi historia quienes me hicieron daño y quienes me quisieron o incluso salvaron, a entender por qué acepté y asumí tantos maltratos posteriores.
En aquella casa de la que aún no puedo escapar lloré y recé porque mi madre volviera, odié el privilegio de ser la favorita, odie todo lo que otros llamaban hogar, y no sé qué hubiese sido de mi sin haber podido salir de allí, aunque fuera un minuto y aún sabiendo que tenía que volver, porque hay casas que viven dentro de una y no al revés. Pero por aquella niña que fui y que aún sigue asustada, me gustaría pedir que se tenga en cuenta que la salud de muchos niños y mujeres está en peligro cuando se les dice que se queden en casa.
La casa para muchos es tristeza, es tortura, es cárcel, es enfermedad, es muerte, es violación, es trauma y es terror. Y por eso desde aquí pido que se comprenda, ahora y siempre, que nuestros reclamos en esta situación que sabemos es de crisis, no son baladí ni capricho, para muchas personas esto también es una cuestión de supervivencia.